Recientemenete, que no recientemente, he estado en el pueblo, esa cosa a las afueras de la ciudad en la que vive gente.
Hemos estado unos días la family feber por allá, y cómo no, hemos aprovechado para descansar, pasear y también para ponernos hasta las trancas de comer, que como buen tripero es lo que hay que hacer.
No es de esto último de lo que os quiero hablar, sino de la forma de vida que antaño tuvieron nuestros abuelos, incluso nuestros padres.
Hoy día se va al monte a pasear, a disfrutar de una buena tarde, de algún que otro hongo... en definitiva, a pasarlo bien y agradecer a la madre naturaleza los dones que ofrece de forma gratuita.
Esto hace pocas décadas no era así, sino que el monte era visto como el sustento de las familias, la forma de vida, la comunión con la naturaleza de forma obligada, el frío, el calor, la dureza de la vida salvaje. ¿Alguno habéis dormido a temperaturas por debajo del punto de congelación sin más ropa que una manta de lana? No lo creo. Entonces esto era lo normal, día sí, día también. Conozco casos personalmente de gente que siendo niños dormían en el monte con el ganado, y no era explotación infantil, era pura y dura supervivencia. Si no se hacía así, se quedaba sin hacer, arriesgando la vida de unas vacas que de perderse o morir, significaba también la vida de sus dueños. Cumpliendo lo que dijo el indio americano que no recuerdo su nombre: "lo que le pase a la tierra, le pasará a los hijos de la tierra".
Pues bien, tuve la oportunidad de ver los restos de un oficio de los de antaño: un horno de pez. Un oficio duro como todos los de entonces, y un oficio sustituido por las modernas tecnologías.
La pez, para los que no lo sepan, es un subproducto vegetal que se extrae de la resina de los pinos (juro ante dios que no estoy mirando la wikipedia), y es una pasta negra viscosa muy pegadiza, y se utilizaba entre otras cosas para el calafateo de barcos, también para el recubrimiento interno de odres.
Esta pez se obtenía de una manera cuanto menos curiosa: se practicaba un agujero en el suelo de un diámetro aproximado de un metro, se cubría internamente con piedra y tierra, de forma que se conseguía una rudimentaria pared refractaria, y se llenaba de teas unas encima de otras dispuestas verticalmente. La tea es un pedazo resinoso de madera de pino, no cualquier pedazo, sino el situado cerca de la raíz del mismo, y no de cualquier pino, sino de algunos de una clase concreta.
Una vez puestas las teas hasta llenar el agujero, se les prendía fuego por la parte de arriba, y al arder, la resina iba fundiendo y resbalando al fondo del pozo, junto con los restos de la combustión y la tierra del fondo del pozo. Cuando se consumía toda la madera, la pez era lo que había quedado abajo. Se extraía y se volvía a fundir, esta vez en calderos de metal, y se quitaban las impurezas de mayor tamaño. Así, la pez resultante era de una calidad óptima, y se vendía al peso.
No pocas familias vivieron de la fabricación de pez, hasta que la aparición del petróleo y sus derivados la hicieron obsoleta,y el oficio desapareció dejando tan sólo vestigios como éste:
Es una pena que profesiones como ésta desaparezcan, no por lo rentables o no que sean, sino por lo que significaron. Gentes que vieron la naturaleza como algo de lo que ellos mismos formaban parte, para lo bueno y para lo malo. Y por eso, cuando incluso hoy en día, le digo a alguna buena mujer que los productos ecológicos están de moda, ésta no puede evitar una sonrisa y decirme: "¿como los que yo comí durante toda mi vida en el pueblo?. Ésos sí que eran tomates de verdad, y no lo que nos comemos ahora". O sea, también subproductos del petróleo.
domingo, 25 de octubre de 2009
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